Antinoe

Antinoe Relato Gloria Torres Dauden Antinoo

Se había enamorado de una estatua. Eso me dijo. Al principio me reí, pero ella seguía seria, mordisqueándose una uña. En sus ojos había un brillo extraño, un centelleo verdoso. Mientras seguía hablando de ello no pude más que asentir, desde luego parecía enamorada. Me llevó al museo del Prado casi a rastras y sin dejar de hablarme de aquel cacho de mármol viejo en todo el trayecto. De prisa me arrastró de una sala a otra, casi sin detenerse. Los cuadros pasaban a mi lado como árboles por la ventanilla de un tren. Se detuvo al fin ante la sala setenta y cuatro.

Despacio, casi con temor reverencial, caminó hacia el fondo y se quedó muy quieta frente un busto romano. Eso era. Para mí no había nada más allí. Piedra fría. Sólo eso.

—Su rostro —me dijo. Su mano me rozó el hombro—. Observa sus ojos. En vez de eso la miré a ella. —Es la melancolía en piedra —susurró—, la tristeza más pura que he visto nunca, apacible. Como…. —dudó— Amaneceres. Inocencias perdidas. Seguí mirándola. Sus ojos castaños se enverdecían mientras sonreía con cada palabra. —Yo también lo hubiese convertido en dios —dijo mientras daba vueltas alrededor de aquella piedra labrada —Antinoo —sonrió aún más al nombrarle—. Antinoo. Mira sus cejas, su nariz recta, sus labios carnosos, la perfección de sus rizos. Me pareció que había lágrimas en sus ojos cuando dio media vuelta para irse. —Está tan solo. Tan solo —repitió como una letanía.

Después de eso nos tomamos una caña en el bar donde ella trabajaba. Apenas me habló. Sus pensamientos flotaban muy lejos de allí. Cada domingo regresó al museo a verle. Se leyó “Memorias de Adriano” con la esperanza de que hablaran de él. Rastreó por internet y bibliotecas cualquier texto que mencionara a aquel joven convertido en dios. Con expresión soñadora me contaba que en el pasado lo había conocido, que lo había amado tanto o más que el emperador Adriano. Estaba segura de aquello. Yo solo la miraba. Veía como sonreía al aire, como hinchaba el pecho y soltaba despacio mientras se llenaba de amor por un hombre muerto.

La acompañé tan solo una vez más al museo. Fue entonces, a la salida, cuando me contó sus planes. Sentada en su bar frente a una taza de té. Sus ojos centelleaban.

—No para ahora —me dijo—. Claro. No tengo el dinero, pero sí muchos años por delante. Y ya he empezado a ahorrar. Debí mirarla con asombro porque ella me sonrió aún más y posó una de sus manos sobre las mías. —Hay tantos lugares para seguirle.

Era cierto, según me fue contando, el emperador había repartido sus estatuas por todo el Imperio romano y con el tiempo otros las habían comprado. Se podía recorrer el mundo tras la pista de nuevas efigies de Antinoo y eso era lo que ella soñaba.

—Lo que ya no era posible es ver Antinoe —me dijo cabizbaja. No le pregunté, pero ella se explicó. —La ciudad que construyeron en su honor. Estuvo en pie durante siglos, pero fue destruida. Hasta el siglo XIX aún quedaba algo en pie. Ahora no hay ni ruinas.

Ella continuó con sus visitas al Prado, sus investigaciones y su ahorro compulsivo. Pensé que se le pasaría, pero, casi tres años después, me llamó para volver al bar. Extendió un mapa de Europa sobre la mesa y me señaló las marcas rojas que había dibujado sobre él. —Empezaré en Londres porque allí tengo amigos con los que alojarme, luego París, después quizás Múnich o Viena y después Italia —sonrió iluminando el mundo de verde— en Italia hay tantas imágenes… y en el Vaticano está una de mis favoritas. Pero también queda Grecia. Me muero de ganas por ver el busto del Arqueológico Nacional y las estatuas de cuerpo entero de Elefsina y de Delfos.

 

No le dije nada. Solo escuché mientras seguía explicando su viaje. Un viaje que culminaba a orillas del Nilo donde Antinoo se había ahogado en octubre del año 130.

—Gastaré poco —continuó—, y si me quedo corta trabajaré en lo que encuentre. Hay bares y restaurantes en todos lados. No habrá problemas. Quise decirle que era una locura, pero el brillo de sus ojos verdosos me paralizaba. —Algún día tendré dinero de verdad —dijo— y comenzaré a reconstruir Antinoe. Primero una casa, luego otra, luego los templos y traeré de vuelta la estatua del Museo Pio-Clementino para ponerla allí, en medio, para que todos puedan admirarle —se rió y apoyó la cabeza en las manos—. Al menos yo me instalaré allí. Y quizás otros me sigan. No ahora, pero en siglos Antinoe estará en pie de nuevo.

Tampoco entonces dije nada. Ella abandonó su trabajo, hizo sus maletas y tomó el primer vuelo con el que comenzaba su peregrinaje. Me llamó desde Londres emocionada para contarme las nuevas estátuas, relieves y monedas que había visto y sus planes para la siguiente etapa. Así siguió sucediendo con Francia y con Alemania. Siempre parecía tan alegre, tan solo se enojaba cuando me hablaba de las obras que estaban en colecciones privadas. En ocasiones me mandaba emails con fotos suyas frente a lo más destacado de cada ciudad y, al fin, una mañana recibí una carta con matasellos de Atenas. Dentro había una foto impresa. Ahí estaba ella, con sus ojos reluciendo de verde al lado del maldito busto de facciones perfectas. Tuve que reconocer que hacían buena pareja. Después las noticias se hicieron más escasas. Se había quedado en la capital griega a trabajar en un bar de una zona turística. Eso fue lo último que supe. Durante años le escribí y la llamé tratando de saber de ella, pero no hubo resultado. Supe que seguía en contacto con su familia y eso me tranquilizó Pero al final recibí la noticia de que había llegado al Nilo y que se había acercado a la misma orilla de la que sacaron el cuerpo inmóvil para siempre de aquel joven que dio nombre a una ciudad.

Me dijo que el agua la había tentado, que había estado a punto de lanzarse ella también, de ahogarse, de llenar sus pulmones con la misma agua que había ahogado a Antinoo.

Entonces yo también hice planes y maleta, y fui en su búsqueda. La encontré en una casucha en medio de la nada, en Egipto. Antinoe estaba resurgiendo, y yo iba a ayudarle, aunque solo fuera por ver cada día el verdor de aquellos ojos.

antinoo Gloria torres dauden

TEXTO: Gloria Torres Daudén

IMAGEN: Antinoo de Museos Vaticanos y Antinoo del Arqueológico Nacional de Atenas, conmigo 🙂

REFERENCIAS: Antinoo. Me «enamoré»  de su busto en el Arqueológico Nacional de Atenas en 2007  y sigo decida a «seguirle» por el mundo aunque no llego a tanto como a tirarme al Nilo o a refundar Antinoe… xD aunque robar la estatua del Vaticano me tienta jaja. Tengo un par más de relatos inspirados en Antinoo, quizás los publique en algún momento. Este ya fue publicado hace un año en Sikooydenee.com

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3 comentariosDeja un comentario

  1. Qué alegría siento al leer cómo alguien conoce y describe tan bien la belleza impoluta de Antínoo, especialmente cuando hablas de la geometría de su nariz y sus labios, que son los rasgos que más me asombran. Yo también me enamoré de él, pero todavía no he visto ninguna escultura suya. Sólo su imagen proyectada como diapositiva en clase de historia del arte, en alguna enciclopedia y en Google imágenes. Sin duda es el rostro en piedra que más ganas tengo de ver. Has sabido mezclar muy bien tu propia admiración por Antínoo con una historia de amor vista desde alguien que podría ser real.

    • 🙂 Me alegra encontrar a alguien que siento lo mismo. Tienes que verle en persona algún día.

      • ES LAMENTABLE QUE ANTINOO MURIO TAN JOVEN ERA BELLO GUAPO LO TENIA TODO SU HERMOSURA ME HUBIERA GUSTADO QUE SU VIDA FUERA DIFERENTE QUE HUBIERA ENCONTRADO A LA MUJER DE SU VIDA QUE SE HUBIERA CASADO QUE HUBIESEN TENIDO HIJOS E HIJAS LUEGO NIETOS,NIETAS Y FINALMENTE LA ANCIANIDAD .


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